Todas las cosas están determinadas o predeterminadas a ser lo que son; es decir, dependen de un destino que les es dado de modo ideal o esencial. Llegar a ser, no es para ellas sino desplegar o desenvolver lo que en cierto modo ya son, o sea, realizar un destino que, inexorablemente, las rige y domina desde dentro. El hombre, en cambio, vive su destino, sin depender de él, tanto que, como veremos, no puede cumplirlo.
Hay aquí un desajuste entre el ser, que es de hecho, y el que, por destino, debiera ser.
Pero, para evitar confusiones, nos conviene señalar que, al emplear la palabra destino, no pensamos en alguna fuerza ciega o en cierto poderío ejercido con necesaria fatalidad, que acosaría al ser humano desde fuera y lo obligaría a seguir una senda de antemano trazada, sino en determinada posibilidad de ser, íntima e inconfundible, porque es única y propia de cada individuo.