EL testigo más explícito y más fiel del mundo actual, donde el hombre se revuelve ante el caos de los antiguos enigmas al mismo tiempo que pretende enfrentarse conscientemente con el mundo que asoma tras un inquetante porvenir, es el teatro de nuestros días. Su valor fundamental, la capacidad de indagación.
Esta dignidad recuperada, esta reasunción de lo puramente trascendente, que el teatro había ido perdiendo a través de los siglos, al punto que en las últimas centurias su preocupación más evidente era la de divertir al público antes que su valor didáctico, ha sido posible ante el advenimiento de un arte de origen mecánico como el cinematógrafo, capaz de atraer a su área de influencia a la mayor parte de las muchedumbres que antes buscaban en el teatro una forma de liberarse de lo estrictamente cotidiano.
La antinomia entre el cine y el teatro es un malentendido hace mucho tiempo superado, pero que, sin embargo, es necesario replantear en todo momento, porque sólo de esta manera quedarán limitados satisfactoriamente los contornos de cada una de estas dos formas de espectáculos de naturaleza esencialmente diversa, aunque a simple vista parezcan conjugables en la idea de “representación” Mientras el cinematógrafo se expresa por medio de la imagen superada por el movimiento, el teatro recurre a la palabra como la forma esencial de su expresión De tal manera ambas formas de espectáculo se dirigen a zonas diversas de la conciencia, actuando sobre ellas individualmente, o de manera colectiva en el peligroso conglomerado que constituye el público, valiéndose de sus características esenciales.