Si la herramienta de política pública habilitó unos itinerarios posibles, en lo cotidiano, el amor por el/la otro/a y la profunda convicción por la educación inclusiva vinieron muchas veces a llenar de contenido –no sin dificultades– esos recorridos. Mientras, los discursos de los poderes hegemónicos buscaban echar por tierra todos estos esfuerzos, bajo ligeras denuncias de que no se alcanzaba una calidad educativa pensada en base a criterios del mercado. Este fue el marco de la llegada del Plan Nacional de Inclusión Digital Educativa (PNIDE), lanzado a principios de 2015 por el Ministerio de Educación de la Nación. Lograda la cobertura de netbooks en los establecimientos, esta iniciativa buscó sumar a ese desafío de hacer que las computadoras sean un aporte genuino a la educación. Y no lo hizo de cualquier forma, sino desde un “acompañamiento situado”, que consistió en enviar a las escuelas equipos para capacitar y ayudar a los planteles docentes a planificar y trabajar con los y las más jóvenes. Como este libro lo demuestra, se trató de una política pública que tenía una mirada sobre la inclusión digital en relación con las experiencias que concretamente sucedían en el territorio. Que estaba dispuesta a apostar por el compromiso, la formación y el trabajo conjunto como única forma posible de construcción de la inclusión y la calidad educativa para todos/as y con todos/as.