En la pirámide, creación monumental colectiva, cuya suprema claridad patentiza la espiritualidad de los pueblos precortesianos, puede comprobarse lo mismo, tanto en su estructura —los cuatro ángulos, la orientación de acuerdo con los puntos cardinales, el número de las zonas, el número de las gradas de la escalinata—, como también en su decoración. En esta magia aritmética, que confiere a cada número un significado simbólico y que, combinándolos, crea o revela relaciones, confluyen la más clara conciencia lógica y la más audaz fantasía especulativa. Para aquella fantasía mítica, que no es vaga ni arbitraria, el milagro de los milagros es la unidad (tal como la ofrece también el cielo estrellado), el vínculo que liga todos los fenómenos entre ellas y con el todo, en síntesis —si se me permite repetir esa frase— la variedad dentro efe la unidad.
Pero lo digno de notarse no es sólo la regularidad a la cual se aspira: más notable aún es el apasionado esfuerzo por evitar la irregularidad. El fenómeno como tal se priva, por así decirlo, de su unicidad, se incorpora a un ritmo; es portador de ese ritmo, del cual a la vez forma parte, como eslabón de una cadena. Ritmo, repetición rítmica, armonía equilibrada; he aquí los mismos elementos a que recurre el arte para conferir a sus creaciones el carácter de lo sagrado.
Hay que hacer notar que no se trata en absoluto de su sistema ideológico construido por encima de la realidad, sin relación con ella. El subfondo sobre el cual se eleva esa fantasía mítica es el conocimiento del dualismo, de esa ley demoníaca del perecer y nacer a la cual está sometido todo ser y todo devenir. El antagonismo de las destructoras fuerzas de la naturaleza no se niega ni se escamotea filosóficamente. Pero se pregunta por el sentido de lo aparentemente sin sentido, se pregunta por la significación de aquellas potencias, de que el hombre depende en un doble sentido: existe gracias a ellas y, a la vez, es víctima de su caprichosidad. El conocimiento de que un perecer precede a todo nacer, de que el perecer es la condición previa del nacer y del ser, supone la visión de un universo regido por el principio de la polaridad, gracias al cual la muerte deja de ser absurda. En torno a esa polaridad, que explica y justifica lo enigmático del fenómeno, giran los esfuerzos de todas las religiones y de toda la ciencia.