Una imagen fulgurante: Salvador Allende, desde la tribuna del Estadio Nacional, con las masas inmensas y vibrantes de la Unidad Popular como testigos, pronuncia, súbitamente tenso, las pesadas palabras de lo que sabemos que es una tragedia: “Sólo acribillándome a balazos podrán impedir mi voluntad, que es hacer cumplir el programa del pueblo”. Estamos en el 2 de diciembre de 1971: estas palabras son una réplica y un desafío al adversario, al mismo tiempo que un compromiso solemne ante la asamblea de la izquierda chilena. Luego viene el choque de las armas, el 11 de septiembre de 1973. El fuego, las casas derruidas, los escombros, la carnicería; el horror del golpe de estado. Asistimos a la ejecución metódica de una operación militar cuidadosamente planificada. Todas las fuerzas convergen en la Moneda en llamas, donde sabemos que, con las armas en la mano, cayó el presidente Allende.
Acribillado a balazos.
Así empieza La espiral que, desde el comienzo, captura al espectador por las características que hacen de él un gran film político y, se puede decir, un gran film a secas.