El pasado 18 de abril Nicaragua inició un proceso infausto. Un proceso que se sigue sucediendo en estos días y que puso en jaque al matrimonio presidencial Ortega-Murillo. Algo se fracturó entre el pueblo y el universo sandinista. Hubo un viraje. El auge de fines de los setenta pasó a ser un anhelo de los nostálgicos. El Estado reprimió y la bandera nicaragüense se tiñó de rojo sangre, muy lejos de aquél rojo revolucionario.
La Revolución Sandinista de fines del siglo XX fue el principio de muchas conquistas sociales. Marcó un desarrollo auspicioso y progresista para el país y para sectores oprimidos por la dictadura de Somoza.
Bregó por la participación popular, implementó la reforma agraria, llevó a cabo una campaña de alfabetización (reconocida por la Unesco), creó un servicio público de salud, y sentó las bases para una verdadera revolución cultural.
Hoy, esta incipiente posmodernidad, muestra la otra faceta de esas conquistas que hicieron grande a la Revolución. Aquel Daniel Ortega que tanto luchó por preservar, fomentar y expandir el progresismo, hoy ha sumido a Nicaragua en un atolladero. Esta vez el gobierno optó por el lenguaje de la bala ante las protestas sociales y la crisis se agravó llegando a niveles impensados, sólo rayanos con un panorama tan apocalíptico como surrealista.
En un principio, las protestas fueron protagonizadas por estudiantes universitarios, las cuales apuntaban a la desidia del gobierno frente a la catástrofe ecológica ocurrida en la Reserva Biológica Indio-Maiz, arrasada por un incendio. A esto se le sumó el reclamo por la constante deforestación e invasión ilegal de la reserva. Luego, surgieron protestas contra la reforma del sistema de seguridad social, que imponía recortes drásticos en las pensiones y gravámenes adicionales e impuestos a trabajadores y patrones.
Esto permitió la unión de los estudiantes con los sindicatos y las demás organizaciones de la sociedad civil.
Ante el permanente atropello de las fuerzas de seguridad y la violencia inusitada en las movilizaciones, el grito de Managua no se hizo esperar y las consecuencias fueron devastadoras: la sangre corrió en porciones y centenares de civiles fueron asesinados y heridos por la brutal represión; en tanto otros fueron detenidos y privados de su libertad por las fuerzas parapoliciales de Ortega.