Como una tromba viral, la pandemia del COVID-19 irrumpió en la vida diaria de los mortales, cualquiera sea el sitio en el que viviesen, alterando sus rutinas y provocando que diversas políticas sanitarias se activen para hacer frente al mal. La clausura de actividades y el confinamiento marcan esta época de incertezas, malas noticias y angustia generalizada. El “Quédate en casa” fue y es más que un slogan, también es una consigna que ilustra el paisaje de los escasos movimientos, la economía jaqueada por la falta de producción, consumo y circulación, las tareas en el hogar y la interminable reinvención de lo cotidiano, en donde la creatividad muestra cuánto el humano puede hacer si de amenazas a su integridad se trata. La educación, en tanto, que se dinamiza fundamentalmente a través del trabajo en aula y espacios de presencialidad, fue una de las primeras en recibir el impacto. Desde su inicio se cancelaron cursos, agendas académicas y cerraron incluso las instituciones, resguardándose algunas instancias mínimas para repensar el quehacer formativo. En las universidades en particular, dado que en Argentina rige la “autonomía” para sus normativas y decisiones de gestión académica y administrativa –con diferencias para las públicas y las privadas-, el panorama parece ser bastante variopinto y los cronogramas muy particulares.