A fines de 1886, se registraron brotes de cólera en Santa Fe y las provincias vecinas. Los gobiernos del Norte del país intentaron entonces levantar barreras sanitarias para impedir el paso de la peste. Pero su intento fue inútil, porque desde el Gobierno central, ignorando los problemas regionales y locales, se autorizó el viaje de Rosario a Tucumán de una formación del Central Argentino llena de soldados, con destino al Chaco salteño. Aquel tren, se supo después, llevó el cólera a Tucumán. Para fines de 1887, el Jardín de la República ya había perdido, a causa de la epidemia, un tercio de su población. Un joven médico socialista –Juan B. Justo- observaba horrorizado las hogueras con madera de pino alquitranado que los vecinos de San Miguel (la capital) prendían en las esquinas, pretendiendo evitar el contagio. “Los niños en las calles –escribió JBJ-alegres e inconscientes, danzaban en torno a esas extrañas piras”. Las familias tucumanas pudientes, propietarias de tierras, plantaciones e ingenios, se trasladaron a sus lejanas residencias de verano y/o invierno, a la espera de que la peste terminara la faena.