En la década del sesenta, la polaridad entre régimen democrático y régimen dictatorial es inevitable, y la asociación revolución-comunismo, democracia-capitalismo también lo es. Por ende, los intelectuales están con la revolución o fuera de ella, o son liberales (y están de acuerdo con el capitalismo como régimen inherente al liberalismo) o comunistas (y se encuentran irremediablemente asociados a la falta de libertades individuales); no existen puntos intermedios. Las protestas surgidas durante esta década, al calor de los ideales, colocan a los intelectuales en una discusión que no pueden evitar, es la misma que arrastra a la sociedad toda, en mayor o menor grado, y a la lucha encubierta de una guerra que no termina con la lucha de los cuerpos sino que avanza sobre las ideas.
Es indudable que en esta partida de ajedrez universal, la intelligensia cobra un papel relevante, pero – tal como se pregunta Altamirano – “¿De dónde provenía la autoridad que se les reconocía y qué clase de autoridad era esa? y ¿Para quiénes hablaban?”. Parece ser que ‘ser intelectual’ en la década del sesenta (hablemos más específicamente de Latinoamérica) equivalía a estar situado a uno u otro lado de la ‘delgada línea roja’ que dividía el campo político e ideológico de esos años. [Extracto a modo de resumen]