En el caso del primer peronismo, y con la consolidación de la figura de Evita como una figura religiosa, la ordenación sagrado/profano es reapropiada por un discurso de estado que intenta colonizar la monopolización de la circulación y uso del capital simbólico propio del campo religioso; de este modo, la distancia y el despojo objetivo de los laicos a dicho capital es subsanada mediante una cotidianeidad con lo sagrado que integra a diferentes sectores sociales en una pretendida unidad espiritual constituida ahora como razón de estado. La familia, hasta entonces destinataria directa del discurso eclesiástico, se postula como núcleo central de esta unidad y la política discursiva del régimen que intenta -mediante una repetición compulsiva de las normas hegemónicas- sentar las bases de la misma en una pretendida religiosidad popular.
En tanto un determinado culto es expandido por la sociedad, el discurso místico se convierte en el discurso político por excelencia, presentándose el peronismo como una forma de revelación o conversión religiosa que con valores propios de la religión revelada, no hace de la identificación con el peronismo la adhesión a una abstracta causa política sino el seguimiento incondicional de sus líderes que son revestidos con rasgos de santidad.