El impulso vital del hombre, constituye la primera reacción biológica al sentido de la existencia, determinada por el movimiento como finita manifestación del cambio en la materia; pero además del sentido, la existencia implica el contenido pragmático como materialización evolutiva del más grande exponente del desarrollo humano: el cerebro. En él se concentra, de manera ordenada, la capacidad lingüística que es terreno natural del pensamiento, y por ende, afirmación de él en la imagen fonética resplandecida en todo acto de habla.
La imagen es el preámbulo contextual, mental y enunciativo, a través del cual se inaugura un discurso con toda la carga explicativa que él comporta. De ahí que, el primer evento fertilizante del lenguaje esté representado en la cotidianidad, como ambiente de los estímulos que permiten reaccionar ante la inmediatez de sus demandas, pero el impacto de estos estímulos en el espacio y el tiempo con sus señales históricas, hace evidente lo contingente, y con él, el asombro y perturbación del hombre.
En este episodio de confrontación, la cotidianidad pasó de ser lo habitual como referente particular del hombre, para vincularse a la compleja realidad que compromete a la naturaleza desde una concepción extraña de su existencia y dinámica interna. Ya no bastaba con una respuesta biológica en su participación con lo existente, y en su atención a las necesidades básicas del cuerpo; fue un deber construir la pregunta para interpelar la materia en un origen de orden y complexión que se negó a comprender en el cambio, la fricción operante entre los distintos componentes de la materia.
Fue menester entonces, apelar al mito para confiscar los atributos de la naturaleza, en un esfuerzo cognitivo que articuló el cosmos con lo divino, autorizando al acto ceremonial como puente comunicativo con las deidades, en una condición mística que trajo consigo el poder del logos hecho poesía, canto, danza, creación y trascendencia.