El concepto de contemporaneidad no es ajeno a las vicisitudes de todo concepto, de toda palabra, de todo discurso. No escapa a su permanente metonimia de significante tras significante, ni a la imposibilidad de delimitarlo sin dar cuenta de los universos, géneros, flexiones, pliegues del discurso del que es parte y que, además de ser redefinido permanentemente, es infinito.
Sin embargo, aunque el discurso es imposible, no somos más que discurso. El cogito se transforma en dos movimientos: a) no es el pensar sino el discursear la experiencia inmediata; b) el yo se disuelve: el yo habla pero no discursea (discursea el ello, discursea el discurso, el sistema, etcétera) aunque de algún modo se intersecta con esa experiencia, incluso como mero efecto o función, como interiorización, ¨como discurso interno¨. Sin embargo, discursear implica sino una acción una operación, una poiesis, que presupone al menos una temporalidad –en la que se desarrolla- y una espacialidad – en la que se expande-.
Contemporaneidad remite entonces a la frustración misma del discurso, un tiempo limitado, un espacio limitado. Pero remite a su misma existencia.