La mesa que nos reúne bajo el título “¿Podremos vivir juntos? Ciudadanía, género, culturas urbanas” alude en todos sus alcances a la cualidad, tan difícil de incorporar al dominio del discurso y de la praxis vital tanto de lo individual y lo social, de la tolerancia y de la aceptación de la diversidad y las diferencias. Fundada en complejos procesos psíquicos de la identidad individual y colectiva, la tolerancia y su contraparte, la intolerancia, plantean grandes desafíos para la diversidad cultural, étnica y sexual. Las sociedades contemporáneas, incluso las así llamadas “desarrolladas”, acusan el impacto del surgimiento de actitudes discriminatorias hacia la diferencia. Este síntoma se agudiza y se vuelve preocupante porque es engendrador de violencias, tanto físicas cuanto simbólicas, aislamiento, reclusión, criminalización, desdicha, y, por sobre todo, la entronización de ideales sociales pretendidamente universales a los cuales los sujetos sociales deben atenerse para así ser aceptados por su comunidad. La gran pregunta es por qué gran parte de la sociedad no reconoce en la alteridad sino un fantasma a ocultar, vituperar o combatir y no una diversidad que funda modos plurales de concebir la praxis vital y aporta dimensiones ricas a los vínculos sociales.