Dentro de aquellos que imaginaron la vida cotidiana futura en los Europa convulsionada de mediados del siglo pasado hubo dos escritores británicos que profetizaron cambios radicales en la subjetividad. En pocas palabras anunciaron una suerte de fin del ser humano a la manera del anhelado prototipo del humanismo occidental. Como solitarios jinetes del Apocalipsis intuían en sus distopías desde horizontes de expectativas distintos, el cristianismo para Aldous Huxley y el marxismo para George Orwell, tiempos en que el rostro humano se alienaría en dimensiones no reconocidas hasta entonces. Desde las más elementales manifestaciones del sujeto, los sentimientos, las relaciones sociales y familiares, los roles, hasta sus realizaciones mayores, obras de arte o construcciones de artefactos, todo iba ser controlado y homogeneizado. Al menos esto escribe Orwell en su 1984. Allí se imagina una infinidad de oficinas y departamentos de Estado monitoreando no sólo las acciones de los individuos sino los pensamientos y sentimientos. El Gran Hermano es la condensación monstruosa de una sociedad disciplinaria a gran escala que ni Michel Foucault soñaría en una mala pesadilla. Las cosas no mejoran en el libro de Huxley Un mundo feliz. Empeoran. La coacción cotidiana deja de ser opresiva pero se vuelve lábil y modular. Unos cuantos años antes de Gilles Delauze y la idea de la sociedad del control, aquella dominada por la cuantificación de las relaciones humanas y el relajamiento/reposicionamiento del biopoder a nivel capilar, el escritor inglés en 1932 (de)anuncia una sociedad que tiene la máxima de divertirse hasta morir. Drogas distribuidas periódicamente por el Estado -“que no falte el soma” es la premisa preferida de los habitantes de ciudades inteligentes, a la vez que militarizadas (casi una premonición que justifica con plenitud una de las tesis fuertes de Manuel Castells en el análisis de la urbanidad)-, perfumes que estimulan el goce artificial, o cines gigantes que reproducen las sensaciones “casi reales”, todos rasgos que en el conjunto carcomen la sensibilidad de la población. Hasta las posibilidades de contacto con el otro están determinadas por el Otro omnipresente y forcluido formado por la sutura de corporaciones y centros de científicos.