La energía se ha constituido en un problema de primer nivel en las agendas públicas. Las empresas se encuentran tensionadas entre las exigencias de acumulación y las exigencias de legitimidad, en la medida en que se trata de empresas que brindan un servicio público. Entre los problemas que se inscriben dentro de esta última exigencia, uno de gran relevancia es el suministro de energía a los sectores populares (Punto 2). Este problema, en algunas empresas de la Argentina, se emprende a través de lo que se ha dado en llamar la tarifa social, un instrumento que facilita el acceso a la provisión normal de energía, regulando el consumo de los sectores de bajos recursos. En este sentido hay una clara pretensión de inclusión a través del consumo de energía, incluir socialmente, generar ciudadanía a través del suministro de energía (Punto 3).
Sin embargo, la tarifa social parece operar como un dispositivo que articula el control de los que se encuentran incluidos dentro del régimen “tarifa social” con aquellos que se encuentra fuera del mismo en condición de “enganches” (Punto 4). La tarifa social en su exigencia de legitimidad, es decir, la pretensión de inclusión social que supone, también contempla su exigencia de acumulación a través de un juego entre tres elementos: umbral de consumo, morosidad y enganches. En este sentido, la tarifa social es pensada como un dispositivo que requiere para operar de, por un lado, un suministro inseguro y desigual de la energía a los beneficiarios, y por otro, ciertos márgenes de ilegalidad a través del “enganche” que hace viable la propia tarifa social. En esta articulación, la tarifa social contribuye, desde el campo de la energía, a constituir “lo social” como modalidad de gobierno de los sectores populares.