Tras la catástrofe civilizatoria propiciada por el terrorismo de Estado –con su trágica secuela de desapariciones, torturas, asesinatos y robo de niños–, las contiendas relativas al problema de la memoria y la identidad no cesaron de sobrevolar las afiebradas mentes de artistas, escritores e intelectuales. Las políticas de la memoria se convirtieron en el escenario de un verdadero campo de batalla, durante las tres últimas décadas. Se sucedieron un sinfín de debates, charlas y seminarios obsesionados en dirimir las diversas formas de entender/ recuperar/ recrear/ leer los desoladores acontecimientos recientes, y la persistencia de sus marcas imborrables. Desde entonces, nuestras producciones artísticas e intelectuales no pudieron eludir la exigencia de un pasado trunco aunque pendiente, ni los reclamos de un presente saturado de tensiones.
Tal como nos enseñaron algunos pensadores del viejo continente, la memoria nos enfrenta a un doble desafío: por un lado, el de recordar los crímenes pasados para evitar su repetición (el adorniano imperativo pedagógico), y por el otro, el desafío redentor (y benjaminiano) consistente en “hacer justicia con las víctimas”.