Hoy no estamos pasando de la modernidad a la posmodernidad, así como no volvemos a los grandes equilibrios trastornados por las ideas del progreso y de desarrollo. Cuando procuramos caracterizar la transición del siglo XX al XXI debemos hacer referencia a ella como un período de modernidad limitada. Si la modernidad es la representación de la sociedad como producto de su propia actividad, el período que se ha designado a sí mismo como “moderno” en efecto, sólo lo fue en parte; pues América Latina no puede tener una verdadera modernidad (o sea modernidad central), porque le faltan los antecedentes intelectuales y las instituciones que le dieron origen a Europa (Bauman, 2010).
Paralelamente, la modernidad buscó el fundamento del bien y del mal en la utilidad o en la nocividad de una conducta para la sociedad. De esta manera, la humanidad, liberada del sometimiento a la ley del universo o a la ley de Dios, quedó sometida a la ley de la historia, de la razón o de la sociedad. La urdimbre de las correspondencias entre el hombre y el universo no se rompió; esa semimodernidad soñó todavía con construir un mundo natural por el hecho de ser racional.
La idea de modernidad desplaza del centro de la sociedad, reemplaza a Dios por la ciencia y, en el mejor de los casos, deja las creencias religiosas para el seno de la vida privada, y así preservar su poder, por eso la modernidad implica la creciente diferenciación de los diversos sectores de la vida social: política, económica, familiar (Touraine, 2000).