En los años sesenta y setenta las ciencias sociales fueron atraídas por planteos teóricos y estudio empíricos en los que el enfoque de género se fue incorporando como un pilar básico para interpretar el entorno social, contribuyendo a dar respuestas a sus demandas y desafíos. La construcción de género, piedra angular de la teoría feminista, es un proceso social con especificidad espacial y temporal; sus resultados se definen y reelaboran con la permanente interacción de hombres y mujeres entre sí en las estructuras de cada sociedad. La geografía se mostró reticente a esos nuevos planteamientos ignorando sistemáticamente la categoría género como elemento de diferenciación en los análisis socioespaciales. En este sentido, el desarrollo de la disciplina se vio frenado en comparación al avance de las otras ciencias sociales; la mayoría de los geógrafos se negaba a reconocer las diferencias que el género crea con relación a lo que conocemos, y de qué forma lo conocemos, y cómo el espacio, entendido como una construcción social, puede ser utilizado como base de poder y de identidad.