Desde la publicación en 1859 de El origen de las especies de Charles Darwin, se han sucedido una multiplicidad de intentos de utilizar la teoría de la evolución y la biología en general para abordar los problemas de los que se había ocupado la ética o la moral como disciplinas filosóficas. En las últimas décadas, incluso, se ha pretendido apelar a los resultados de disciplinas como la neurociencia, la primatología o la psicología comparada con el fin de dar respuesta a distintos problemas éticos. Frente a este intento de vincular la “vida moral”de los seres humanos con su condición biológica, pueden rastrearse, como señala Frans de Waal (2007), dos posiciones contrapuestas. Por un lado, la postura que él denomina la “teoría de las capas”, que entiende a la moralidad no sólo como algo exclusivamente humano, sino también como una suerte de constreñimiento operado desde la cultura hacia los impulsos animales. Así, desde este punto de vista, la moralidad, en tanto que dimensión de la cultura comienza allí mismo donde termina la naturaleza. Durante las primeras décadas del siglo pasado teorizaciones afines a la de Waal cobraron gran difusión en el contexto de la filosofía anglosajona, e incluso cualquier posición que pretendiera utilizar los resultados de las ciencias para abordar cuestiones morales era considerada simplemente como un grosero ejemplo de “falacia naturalista” o de “falacia genética” (cfr. Cohen, 1914)