La ciudad, y más precisamente la metrópoli (madre de ciudades), es el símbolo más patente de la Modernidad y de sus crueles paradojas. La ciudad exhibe la inmensa voluntad constructiva de la burguesía, los logros de la razón encamados en la ciencia y en la técnica que no detienen su progreso; pero también guarda los fracasos y las miserias de ese proyecto iniciado a fines del siglo XVIII. Muchos creadores, de Baudelaire en adelante, especialmente, más sensibles a ios desechos que a los triunfos del mundo moderno, dirigirán su mirada poética a los marginados de la sociedad. Trazarán un paisaje ciudadano habitado por aquellos que no se acomodan a las duras reglas de nuestra cultura, aquellos que, por el contrario, la incomodan: vagabundos, mendigos, borrachos, actrices, prostitutas, locos, el propio poeta. Los surrealistas harán de esta mirada una celebración. Como todas las vanguardias artísticas de comienzos del siglo XX, el surrealismo es impensable fuera de la “gran ciudad”; las prácticas grupales, las reuniones, ios manifiestos, las exposiciones serían de por sí incompatibles con una cultura rural. Por lo demás, los surrealistas no fueron ajenos a la configuración de París como metrópoli en los años 20, al constituirse en un atractivo para escritores y artistas de todas latitudes, creadores ávidos en busca de “lo nuevo”.