"Una vez que la libertad ha explotado en el alma de un hombre, los dioses ya no pueden nada contra él" declara Orestes en Las moscas de Jean-Paul Sartre. Quizás estas sean las palabras perfectas, las más bellas para introducirnos sin desvíos en un tipo de textualidad en la que, salvando los contextos, las abismales diferencias epocales y de tiempo, sitúa en el centro de la escena la precariedad del yo, el desnudamiento de la conciencia, el problema de la existencia como fatum o como libertad. El mito, matriz narrativa que intenta proveer una explicación de lo real, de lo existente, que persigue “la expurgación de las pasiones a partir de la piedad y el temor”, lleva implícito la noción griega de felicidad sobre la base de una virtud. Virtud, reconocimiento, anagnórisis de lá culpa, de la finitud del hombre, de la dualidad helénica representada por los principios dionisíaco y apolíneo, la virilidad uránica y la feminidad ctónica.