La cuarentena trajo aislamiento, cierre de escuelas y un enojo de brazos cruzados en mi casa: Simón, mi hijo de ocho años, decidió que no iba a hacer la tarea. Que no quería, que yo no era la maestra, que cuando volviera la escuela... Luego de intentar estrategias varias amparada en mis años de maestra y educadora de museos, me di cuenta que de nada me servía. Llamé a una mamá del grado y tímidamente le pregunté si quería hacer zoom “de tareas compartidas”. Me dijo que sí y el día acordado los dos se reunieron y sin problemas completaron las tareas pendientes. Fue tal el entusiasmo que a los pocos días ya éramos cuatro familias trabajando juntas de manera virtual. Nos dividimos las tareas y buscamos agregar más información y juegos a cada ejercitación que mandaba la "escuela oficial". Los chicos se pusieron sobrenombres y empezamos a construir rituales compartidos. Cada familia, además, decidió encargarse de un tema. La mamá de Feli V. hizo pie en las Ciencias Sociales, la de Feli F., en Naturales, la de Jazmín, en Matemáticas y la nuestra, en Lengua. Cada chico esperaba esa hora con ganas, la presencia del otro valía y el tiempo compartido era parte de las charlas de la mesa en familia. El relato del aislamiento fue virando, la frase de Jonathan Culler que dice que “Damos sentido al mundo mediante historias posibles” (2000, p. 101) flotaba en el ambiente habilitando posibilidades nuevas para contar este tiempo que nos tocaba atravesar.