La tradición pragmatista nos ha legado un cúmulo de conceptos y de problemas que no han perdido su fuerza inspiradora para el quehacer filosófico. Más aún, el pragmatismo, y el pragmatismo de Dewey en particular, se trata de una filosofía que pugnó por ponerse al servicio de sus congéneres en el mejoramiento de sus vidas. Cerca y lejos al mismo tiempo de las discusiones escolásticas, Dewey sostenía que la tarea de la filosofía era erigirse como una práctica reflexiva que, tomando como punto de partida lo que la experiencia nos mostraba, pudiera ofrecer guías inteligentes para que la acción humana realizara sus genuinas potencias y alcanzara un mejor estado de cosas. Para Dewey un mejor estado de cosas es siempre un pasaje de una situación indeterminada, que conlleva un sufrimiento (o irritación, como dirá Peirce) a un estado de mayor ajuste o determinación que aminore el padecimiento.
Este pasaje se realiza a través de la acción. Es decir, que para la filosofía pragmatista resulta fundamental analizar la acción humana desde el punto de vista de las condiciones o contextos en los que esta se halla inmersa pero también de las consecuencias que dicha acción pretende alcanzar.