Seguramente, los habitantes de la Argentina finisecular a quienes les había tocado ser testigos y protagonistas de los últimos años de su historia hallaban, a cada paso, sobrados motivos para reflexionar acerca de los acontecimientos que se sucedían ante sus ojos. Dos décadas atrás, la unificación política había clausurado el cielo de los conflictos internos y a partir de entonces, puesto el país bajo la invocación del lema “paz y administración”, la afluencia de capitales e inmigrantes, la asimilación de las conquistas tecnológicas y el desarrollo de la red de transportes y del sistema de comunicaciones, habían hecho posible su integración en el mercado mundial como abastecedor de productos agropecuarios. Los cambios involucrados en este proceso alcanzaban a todas las esferas del quehacer social, pero no a todas con la misma magnitud e intensidad. En lo que hace a la estructura económica, por ejemplo, las mudanzas eran menos expresivas —más cuantitativas que cualitativas— que en el campo de las ideas, las formas institucionales y los modos de vida. El aumento de volumen de la producción y la reorientación de las inversiones no altera sustancialmente el carácter de la economía argentina, cuya gama de actividades se mantiene prácticamente igual. En cambio, sí eran profundas y significativas —tanto cuantitativas como cualitativas— las modificaciones de los patrones de consumo y de comportamiento, de las instituciones y de las ideas, de los valores, de los usos y de las costumbres.
Estas circunstancias le otorgan, a las transformaciones registradas a partir del 80, más las características de la modernización que las del desarrollo, esto es, configuran un proceso en el cual los niveles estructurales de la economía y de la sociedad resultan menos afectados que los niveles culturales, actitudinales e institucionales.