La evolución cultural, en cualesquiera de sus aspectos, es casi siempre progresiva, con rapidez mayor o menor, de acuerdo con las circunstancias. Un cambio total, incluso en las revoluciones más enérgicas y mejor programadas, sólo en apariencia destruye lo tradicional, por estar profundamente arraigado, modificará las novedades y las constreñirá a que no le sean totalmente adversas. Es una norma que advertimos especialmente en la zona de las ideas y de los valores. El filosofar de un pueblo, naturalmente, no puede ser una excepción. Entiendo por este tipo de filosofar una concepción del universo y del hombre preferida por los más destacados pensadores en una época determinada. Me referiré en este artículo al positivismo argentino y a las consiguientes réplicas, ocasionales o sistemáticas, a que dio lugar. Ocurre dentro de los años, no demasiado precisos, de 1880 a 1930. Es un período en que prevalecen doctrinas emparentadas con los diversos sistemas de positivismo europeo, ya por entonces en decadencia, simultáneamente con preferencias que son un desvío o notable modificación de aquél. A veces el afán de clasificación o la ausencia de un adecuado conocimiento de las doctrinas ha inducido a que cataloguen a los últimos como reacción antipositivista. Confieso que no está totalmente exenta de esta falla la apreciación que, años atrás, yo mismo hiciera de la filosofía argentina.