Tanto en Platón como en Aristóteles la filosofía se constituyó como una teoría de lo que es: para ambos la tarea de la filosofía es explicar la realidad (concebida como “lo que es”) y si bien llegaron a conclusiones distintas acerca de donde se encuentra la misma, 1 en ambos pensadores esta explicación sólo es posible a condición de descubrir, dentro de un mundo inestable y fugaz, ciertos puntos estables y necesarios para el conocimiento: los universales. En otras palabras los filósofos hicieron del mundo un cosmos, ordenado y cognoscible mediante el universal. Platón, por un lado, planteó la existencia de formas inteligibles trascendentes cuyo entramado expresa una relación y conexión universal de todas las cosas individuales. Aristóteles, por su parte, «al intentar combatir la negativa categórica por parte de Platón del Ser al mundo del Devenir», en palabras de Guthrie, entabló una afirmación decidida por lo individual, pero a la vez, defendió hasta el final (al igual que su maestro) la existencia de una realidad estable, cognoscible y por ello inmaterial.
2 Dentro de este marco, la respuesta aristotélica va a consistir en proclamar la inmanencia de las formas: como tal sólo existen los individuos, el universal se encuentra en las cosas como atributo común y es susceptible de universalizarse al ser abstraído por el entendimiento. A pesar de sus diferencias, para ambos filósofos, un mundo sin universales es un caos impensable ya que el individual, en cuanto que posee materia, es el elemento corruptible e indeterminado, y por tanto no es susceptible de episteme, sino sólo de doxa. El singular sólo a partir de lo que tiene en común con otros se puede comprender. Únicamente si logramos abstraer o captar el universal, estaremos en condiciones de ofrecer una explicación inteligible de los casos particulares, o sus casos particulares (Platón). Por consiguiente, nos encontramos con una tradición que busca explicar la multiplicidad de lo real a través de una unificación de la misma en el concepto del universal, el cual pone de relieve, por tanto, la conexión que subyace a la aparente incoherencia y caoticidad del mundo sensible.