Nada parece gozar de una estabilidad asegurada en esta época de transformaciones vertiginosas. Nada parece ocupar su lugar de una vez y para mucho tiempo. Nada parece, en suma, tener un valor y una significación únicos. La pluralidad, la diversificación y las mutaciones se revelan como los indicios más persistentes de la nueva época, o al menos de la descomposición de la que ha sido la nuestra hasta hace bien poco. Y así ocurre con el papel del autor, al que la Modernidad había otorgado una posición firme y un nexo reconocible y reconocido en su relación con la escritura: se hablaba de la obra o de las obras de un autor, expresando así la relación de propiedad del autor sobre la escritura, o de la escritura por un autor si lo que se deseaba señalar era su condición de agente, de sujeto creador único, o de la escritura según un autor, si se apuntaba a la factura, a la maniera, al taller, al estilo, y de todos estos modos se caracterizaba la subordinación de la escritura a su autor, responsable, propietario y creador de la misma, en la que dejaba inscrita la marca de su firma y una huella todavía más poderosa que la de la firma, su estilo.