El mundo está presenciando un cambio en las características y modalidades del empleo. El paso de una etapa industrial a lo que ha dado en llamarse la etapa postindustrial aún está originando en los países desarrollados mutaciones a las que podría encontrársele equivalencia o analogía con los profundos cambios que, en su momento, conllevó la Revolución Industrial. Tal como entonces están apareciendo los desajustes, rigideces, rechazos y tragedias personales de difícil asimilación en el corto plazo. No cabe duda que, al final de esta etapa, la sociedad toda se ajustará a las nuevas características estructurales que está asumiendo la producción y el empleo. Pero el camino de transición no resulta fácil. No puede suponerse y tanto menos pretenderse que, mientras evoluciona la estructura del sistema productivo y se apoya y estimula el cambio, se aspire a que la ocupación, en su nivel y estructura, las formas de trabajar y las formas de organizarse los trabajadores, no sufran los embates de esas mismas transformaciones y mantengan los viejos y superados patrones del pasado.
Resulta por lo menos paradójico que, mientras por un lado se percibe que los cambios constituyen verdaderas rupturas que van modificando en forma irreversible a la sociedad y a la forma de vida de la población, por otro no se acepte tal irreversibilidad cuando se enfoca la cuestión del empleo y, en tal caso, se procure recurrir a analogías con el pasado qué pretenden asegurar la promesa de un retorno a los patrones familiares. Es así como suele recurrirse a referencias a la capacidad dinámica demostrada, en otros momentos, por distintas sociedades que fueron creando nuevos empleos para una fuerza de trabajo creciente, mientras se iban adaptando a los asombrosos cambios estructurales y tecnológicos derivados del proceso de industrialización.
Como consecuencia de esta actitud dual el objetivo tradicional de pleno empleo sigue siendo uno de los compromisos asumidos por sociedades y gobiernos.