La creación de un enemigo se corresponde con la necesidad de encontrar un sujeto pasible de ser deshumanizado que opere como chivo expiatorio de nuestras miserias particulares. Esas falencias individuales se reúnen frecuentemente en nodos sociales de pertenencia en donde nos reconocemos como integrantes de un conjunto de seres que aborrece a los mismos enemigos designados. El discurso de odio se impone como antecedente a la acción discriminatoria y violenta, le otorga al sujeto o grupo consignado como indeseable categorías deleznables que lo hacen pasible de cualquier sanción punitiva, e incluso al exterminio, en salvaguarda de la moral pública.
El sistema del racismo, por ejemplo, como lo explica Teun van Dijk (2009), está compuesto por un subsistema social y uno cognitivo, esto implica que el odio, como ejercicio de una emoción, se aprende, no se impone por generación espontánea frente a un determinado acontecimiento y administra nuestra furia en respuesta a un estímulo que supone la presencia de un sujeto que denominaremos ―diferente‖ en el sentido de lo anómalo, señalado por la categorización maniqueísta del bien y del mal que expone Michel Foucault en su Microfísica del poder.
Proponemos una revisión de los permisos morales que emanan de los medios dominantes de comunicación para reconocer, en este caso, las huellas digitales que imprime el discurso de odio en el proceso de colonización de la subjetividad (Merlín, 2017), tomando en cuenta los aportes de la Agenda Setting (Mc Combs, 1972)1 que establece los principios mediante los cuales los medios influyen en el posicionamiento de los temas que la opinión pública reconocerá como relevantes y los efectos duraderos de esa influencia en la construcción de sentido común.