Existe un extenso e interesante debate actual acerca de cómo entender la naturaleza de la teoría de la mente en relación a los conocimientos de la psicología del sentido común. En él encontramos dos bandos opuestos bien diferenciados. Los que creen que el entendimiento psicológico debe ser explicado dando cuenta del conocimiento de una teoría acerca del funcionamiento mental y aquellos que niegan que una teoría tal sea requerida, sosteniendo que basta con apelar a ciertas habilidades particulares, en especial aquellas que recrean o simulan los pensamientos ajenos, para entender la manera en que explicamos y predecimos nuestra conducta y la de los demás.
Los del primer bando son los “teóricos de la teoría” y los del segundo, los “teóricos de la simulación”. Si bien la división no es tajante, pues existen algunas posturas híbridas y bastantes diferencias internas, todos los autores que han tratado la cuestión se enfilan en alguna de las dos corrientes.
Como en todo debate filosófico que se digne de tal, desde una postura y otra se lanzan y responden con argumentos de artillería pesada. En este trabajo quisiera analizar uno de ellos. Es la crítica formulada por los teóricos de la teoría hacia sus rivales, según la cual no es posible concebir ningún tipo de simulación que no requiera al menos de una base teórica implícita. Esta necesidad volvería a los teóricos de la simulación teóricos de la teoría no asumidos. En otras palabras, se los acusa de ser unos simuladores acomplejados, que reniegan de lo que realmente son.