Con frecuencia las historias de la filosofía, quizá acuciadas por la necesidad de ofrecer una síntesis clara y rápida de los varios movimientos de pensamiento nos proponen típicas etiquetas para calificar los diversos períodos históricos. Se trata de los famosos “ismos”: aristotelismo, platonismo, tomismo, fideismo etc etc. Es obvio, entonces, que no debemos renunciar a una mayor profundización que nos permita detectar con mayor justeza las verdaderas influencias que gravitan en las diversas épocas. En efecto, es casi un lugar común referirse a la presencia e influencia de los textos aristotélicos los cuales proveyeron a los pensadores medievales del instrumental filosófico imprescindible para componer las ingentes arquitecturas teológico-filosóficas que fueron las varias “summas”. Precisamente la propuesta de Tomás de Aquino al proponer como quasi definición de Dios la fórmula: “ipsum esse subsistens” (el mismo ser subsistente) sería ininteligible sin el trasfondo de la metafisica aristotélica que la sustenta. Por ello mismo todo se inscribe en una especulación filosófica acerca del ser la cual se funda en la vigencia absoluta del principio de contradicción: nada puede ser y no ser al mismo tiempo y bajo el mismo punto de vista, o bien dicho de otra manera, el principio de la primacía de la afirmación sobre la negación.