La irrupción de las tecnologías de la información y de la comunicación (TIC) transformaron en la última década las formas de vinculación, tanto interpersonales como con las organizaciones públicas, de la sociedad civil y privadas.
La masividad de las redes sociales, las plataformas en línea y de las aplicaciones (apps), disponibles para teléfonos móviles y computadoras personales, generaron una imagen distorsionada de la ciudadanía digital, la cual se asoció a un acceso de la población a estas herramientas sin intermediarios y, fundamentalmente, en igualdad de condiciones. Este imaginario de universalidad partía del supuesto de un conocimiento concreto e igualitario respecto a sus formas de uso, sin cuestionarse las especificidades referidas a clase, género, edad, lugar de residencia, entre otros.
Promovidas como un instrumento de resolución rápida de las necesidades, y de circulación y transmisión de la información, las apps suponían una forma más expeditiva de realizar trámites y de vinculación con las organizaciones. Sin embargo, para algunos grupos, entre ellos, los adultos mayores, implicaron desafíos difíciles de sortear, fundamentalmente cuando a la incorporación de las habilidades se añadían las inequidades, tanto de acceso a las TIC (referidas a contextos desiguales económicos, sociales, geográfico, etario y de género) como del capital social que cada persona posee.