La obra de Eurípides que ha llegado hasta nosotros, por los avatares del azar que en buena medida maneja la transmisión de los textos clásicos, o por la causalidad del juicio crítico de la propia antigüedad (que seleccionó con un criterio específico los textos que debían conservarse) tiene una extensión casi tres veces mayor que la de Esquilo o la de Sófocles. Sin embargo, lo que debería ser una feliz circunstancia para la mejor ponderación y valoración de la obra del poeta, se convierte en un nuevo elemento que juega en contra de esta valoración adecuada. A nadie se le ocurriría disminuir el valor artístico de Cervantes, por ejemplo, porque junto a su genial Quijote encontremos obras suyas de nivel desigual y de dudoso gusto, como su Viaje del Parnaso. Antes bien, cualquier filólogo o crítico agradece la posibilidad que estas obras menores brindan para descubrir claves o evoluciones, ideas fuerza o centros de atención que, luego, tal vez mejor presentados y estructurados, mejor organizados y vinculados de manera más adecuada y orgánica con la estructura compositiva de sus obras respectivas, constituirán importantes indicios para descubrir y trazar una línea de lectura bien justificada de las obras que se convertirán en las más atractivas.
Sin embargo, en el caso particular de Eurípides, lo que debería servir para la mejor comprensión de su actividad creadora, sirve, en cambio, para dos cosas muy diferentes: por un lado, para justificar la atribución de un nivel desigual y desparejo al conjunto de su obra, y, por otro lado, para usarlo como coartada para justificar la carencia de un estudio que contemple la totalidad de la tragedia euripidea.