La literatura no se ha mantenido indiferente respecto de sucesos que han dejado marcas en la historia de las sociedades, particularmente aquellos concebidos como traumáticos. Tradicionalmente, las narraciones suscitadas por ellos se sustentan en el trabajo con la memoria y delinean un sujeto que asume el estatuto de testigo narrador.
En este marco, ¿resulta factible pensar relatos que se funden en el olvido? Si así lo fuera, ¿qué tipo de sujeto propondrían? Tales cuestiones invitan a pensar y discutir una estética del olvido. Esta estética torna evidentes las limitaciones del lenguaje para abordarlo como objeto y confieren a quien narra una subjetividad diferenciada del sujeto de la memoria, por la cual no intenta superar aquellas dificultades sino que las asume, las expone y las explora.
La estética del olvido propone una lectura alternativa a la que lo opone, sin mayores contemplaciones, a la memoria –antinomia en la que el primero de los términos se reviste una valoración negativa–. De mismo modo que autores como Huyssen (2001) y Ricoeur (2004) rescatan las dimensiones políticas y éticas del olvido como elemento constitutivo de la memoria, es posible distinguir en él cierta fertilidad estética que posibilite el surgimiento de un ars oblivionalis.