“¿Qué lugar para el radicalismo?” Así titula Halperin Donghi (2004) uno de los capítulos de La República Imposible, el dedicado a analizar las tomas de posición en la arena política de 1932, al asumir Agustín P. Justo la presidencia de la nación. Pregunta tratada con extrema prudencia por quienes ocuparon en ese momento las principales posiciones en los poderes ejecutivo y legislativo, al punto de ser explicitada sólo en contadas ocasiones y mayormente con eufemismos; pero que atravesaba todo el debate político de la época y obligaba a quienes se encontraban involucrados, de un modo u otro, en la lucha por el control del aparato de estado, a dar una respuesta.
El interrogante había sido expuesto unos meses antes, brutalmente, en ocasión del golpe de 1930. Uriburu lo había formulado frente a sus colegas, pero dirigiéndose también a las fuerzas políticas opositoras al yrigoyenismo, poniendo en cuestión el orden democrático El remedio propuesto por Uriburu y argumentado por las agrupaciones nacionalistas era la constitución de un sistema de representación corporativa, como única forma de neutralizar el predominio numérico del radicalismo en el marco de la ley Sáenz Peña. Es decir, un cambio en las reglas del juego, en las formas institucionales que regulaban la competencia por el acceso al poder del estado. Pero este cambio requería, al menos, dos exigencias: lograr algún tipo de apoyo en una porción significativa del electorado (es decir, algún signo de aprobación social) y obtener un dictamen favorable de las fuerzas políticas enfrentadas al radicalismo o, en última instancia, de las Fuerzas Armadas. La derrota electoral del uriburismo en 1931, el temprano rechazo a su proyecto por parte de los partidos que habían apoyado o aceptado la intervención militar y el eco minoritario que encontró en el cuerpo de oficiales aceleraron la convocatoria a elecciones nacionales y el traspaso del mando presidencial al general Justo.