Si el deporte femenino se halla hoy en un estado de desigualdad frente a las preferencias del público y espectadores, es debido a que la supuesta inferioridad física de la mujer, un constructo social, ha obstaculizado el desarrollo de las actividades físicas a lo largo del siglo XX mediante prohibiciones revestidas de argumentos científicos primero, y condenas morales más adelante. La participación de las mujeres en el deporte no es alentada por las sociedades occidentales más que, a lo sumo, como una actividad recreativa que no debe interferir en dos cuestiones fundamentales: las obligaciones de la mujer con el hogar y la belleza y fragilidad de la mujer. Se trata de estereotipos que las mujeres se ven obligadas a sobrellevar al practicar deporte, lo cual convierte a las mujeres deportistas, a priori, en mujeres que, en cuanto quieren desempeñar roles diferentes a los asignados por la cultura (Gallo Cadavid y Pareja Castro, 2001) intentarían retomar el control sobre sus propios cuerpos.