El advenimiento de la sociedad de masas posibilitó la emergencia de uno de los fenómenos sociales y culturales más complejos y controvertidos de la historia: los medios masivos de comunicación. El conjunto de mecanismos de producción y circulación de bienes simbólicos a escala industrial, cuyo funcionamiento permitió que gran cantidad de personas comenzaran a recibir los mismos mensajes informativos y culturales, fue considerado, por un lado, como una fuerza homogeinizadora, un signo de autoritarismo y un proceso de destrucción de la individualidad humana; desde otra perspectiva, en cambio, esos dispositivos significaban la posibilidad fehaciente de democratizar el acceso a los bienes culturales y a la información, que hasta ese momento constituía una expresión más del privilegio de sectores minoritarios.
Con la llegada y la expansión de la televisión, que profundizó el proceso de difusión masiva a niveles antes inimaginables, surgieron diferentes tipos de políticas destinadas a orientar la modalidad y los objetivos de su intervención social que expresaron, con mayor o menor acentuación, las concepciones mencionadas. El debate en torno a las modificaciones que la presencia y el funcionamiento televisivo introducía sobre diversas prácticas sociales se acentuó, reproduciendo y actualizando, con diversos grados de complejidad, esas mismas posiciones que Umberto Eco denominó apocalípticas o integradas.