Como promesa de realización de un cuento de ficción cada vez más virtual pero no por eso menos real, desde las últimas décadas del siglo XX las crisis se volvieron parte neurálgica de nuestra vida en el mundo. Los tiempos finiseculares nos han acostumbrado a pensar nuestra vida como un torrente de crisis y cambios; incertidumbres e inestabilidades; sujetos e instituciones que desaparecen, se desarman; hipótesis de desubjetivación y desinstitucionalización que procuran definir aquello que por definición se plantea como imposible. Crisis, incertidumbre y cambio, así, se han vuelto los conceptos y enunciados rectores de nuestra vida en el mundo al punto que en el presente constituyen nuestro horizonte de vida más certera. El llamado al cambio, a devenir sujetos en transformación y adaptación permanente constituyen las notas particulares y más estables de la sociedad en que vivimos. De hecho, en los últimos años nos hemos acostumbrado tanto a referirnos a las crisis e incertidumbres que lo hemos dado como un dato objetivo de una realidad dada. Cabe decir que como supo describir Marx, no hay motivo para extrañarse, las crisis son intrínsecas al capital.