Quienes hacemos y enseñamos historia hemos construido con nuestro objeto una relación desde la investigación y la docencia que, muchas veces, no está exenta de contradicciones.
O al menos eso es lo que oímos, una y otra vez, de boca de los colegas. Una de las preocupaciones más frecuentes que, por cierto, puede ser registrada entre docentes de historia de todo el mundo, quienes se ocupan a su vez de diferentes espacios y períodos, estriba en esta supuesta tensión entre nuestra investigación en curso y los contenidos de los programas de enseñanza cuyo dictado tenemos a cargo.
Por una parte, los contenidos que debemos impartir desde la cátedra son siempre más vastos que el objeto puntual del que nos ocupamos investigando. Por la otra, encontramos a veces que —para ciertos puntos de los programas— la bibliografía de la que podemos disponer no nos resulta completamente satisfactoria o, dicho de otro modo, no siempre conseguimos en un texto el deseado equilibrio entre la información y el enfoque teórico más deseable desde nuestros puntos de vista. Y como si todo esto fuera poco, las fuentes: ¿cuántas veces miramos y volvemos a mirar aquello que tenemos disponible, evaluando hasta qué punto lograremos con ellas “dar cuentas” de algún ejemplo, del soporte “empírico” de aquellas realidades de las que hablaban los textos? Pero atención. Convencerse de que esto es un problema y, sobre todo, ubicarse en medio de estas “convicciones” como lugar desde donde disparar nuestra práctica implicaría sostener discusiones desde un eje falso, menos preocupado por el establecimiento de estrategias que por las desventuras del yo.