En la Argentina de entresiglos, el estilo de la gran aldea desaparecía en forma estrepitosa para abrir paso a una percepción de la vida urbana según la imagen caótica y salvaje de las grandes urbes. Así, el perfil de la ciudad moderna y pujante aparecía contaminado por la inquietante amenaza de la enfermedad y de la locura ante la mirada desconcertada del observador. Es que, en las últimas décadas del siglo XIX, Buenos Aires y su ritmo se convirtieron en «una suerte de monumento a los cambios y la ciudad cristalizó las expectativas de modernización» (MONTALDO, 1993: 19). Una nueva cosmovisión urbana surgió articulada con los problemas del progreso, la multitud, el orden, la higiene y el bienestar, a consecuencia de las experiencias epidémicas que, años antes, habían marcado la memoria colectiva. Hacia el fin de siglo, era perentorio pensar nuevas formas de convivencia si se pretendía construir una nación moderna.
(Párrafo extraído del texto a modo de resumen)