En el año 406 a.C. muere Eurípides. Sobre esta muerte corren diversos rumores, falsos todos ellos, seguramente, pero muy significativos: que fue despedazado por un grupo de mujeres ofuscadas (que no le perdonaron la manera en que las había representado sobre el escenario) o por una jauría del monarca macedonio Arquelao (con quien se había refugiado), como un castigo divino en respuesta a su impiedad. Más allá de la veracidad de estas leyendas, lo cierto es que el poeta debió, dos años antes de su muerte, exiliarse en Macedonia, en la corte del rey Arquelao, y que pasó allí, alejado de su querida Atenas, los últimos años de su vida. Siete años más tarde, en el 399, debe morir, también en mala relación con sus conciudadanos (aunque ahora condenado a través de un juicio con todas las garantías cívicas), Sócrates, el viejo maestro que tanta influencia tuvo en el final del siglo V ateniense. Ambos personajes, más allá de esta coincidencia circunstancial, aparecen muchas veces en estrecha vinculación, uno con otro, en la crítica moderna. Se ha analizado, sobre todo, el influjo que la ética socrática habría ejercido sobre el arte del tragediógrafo y las enseñanzas que la sofística en general habría aportado al modo de argumentar de los personajes trágicos euripideos. Sin embargo, hay otro aspecto de esta relación que pretendemos estudiar ahora: las muertes de ambos, producidas con pocos años de diferencia, evidencian por parte de cada uno una relación conflictiva con la sociedad de Atenas de la que formaron parte y a la que le dedicaron sus mejores esfuerzos, y obligan a plantearse algunos interrogantes significativos acerca de la práctica y el debate político de los últimos años de la democracia ateniense.
(Párrafo extraído del texto a modo de resumen)