“¡Oh loca Arácnea, tal yo te veía ya media araña, triste en los jirones de la labor que por tu mal hiciste!” así evoca Dante en el Purgatorio el mito de Arácnea, la joven de Lidia que desencadenó los celos de Minerva por su habilidad en el arte del tejido y que, ante su soberbia fue convertida por la diosa en araña. Este mito griego que nos habla de la compleja relación entre los dioses y los hombres es recogido por la cultura latina y pasa luego al medioevo. El cristianismo, como bien lo señaló Jean-Claude Schmitt (1989: 3-17), se apropió tanto de los mitos o de las figuras míticas como de los modos de interpretación alegórica que habían elaborado los antiguos mitógrafos para señalar lo erróneo; el mito “era la verdad de los otros, la fábula”, es decir una narración falaz que se oponía a la verdadera historia, la sacra. Con esa mirada el mito atravesó la tardía antigüedad y la alta edad media pero cuando en el siglo XII en las escuelas urbanas vuelven al mito y a la alegoría les confieren otra valencia, son entonces considerados como un modo peculiar de presentar lo verdadero en cuanto se los homologa con los “velos” que cubren la verdad. Edouard Jeauneau rastreó la noción de integumentum en Bernardo Silvestre quien al comentar los seis primeros libros de la Eneida dice: “El integumentum es un tipo de demostración que envuelve, bajo la narración fabulosa, el sentido de la verdad, de allí también el nombre de involucrum”. Es interesante observar como estos dos términos son utilizados como sinónimos; ya el Padre Chenu había señalado que para los teólogos medievales y especialmente para los filósofos de la escuela de Chartres involucrum o integumentum era el procedimiento literario por el cual “por una moralisatio alegórica” se les otorgaba un contenido cierto a las fábulas paganas (Vincensini, 1996: 28-29).
(Párrafo extraído del texto a modo de resumen)