A medida que la brecha entre el latín y las lenguas romances se iba ampliando, se hacía sentir con mayor fuerza la necesidad de traducir. Obviamente, en ciertos sectores de cultura elevada se daba una coexistencia lingüística, tal como lo testimonian las glosas, por ejemplo. Pero al correr del tiempo y al afirmarse el prestigio de las lenguas vernáculas, creció, como género, la traducción. Ciertamente que en 566 determinados círculos persistió aquella coexistencia, en muy diversos grados y modalidades. Y se avanzó igualmente en la traducción. Si bien, en general, se piensa en las versiones de las obras de los grandes clásicos latinos, nunca dejó de traducirse el latín escrito en los tiempos medievales. Ese latín que se oía, al pasar de los siglos, en los ámbitos académicos, y en la liturgia de la Iglesia; esa lengua en la que se rezaba, se cantaba, y que resonaba en innúmeras lecturas públicas y citas varias, y en rúbricas de ceremonias, se comprendía en una arco de alcances por demás variados.
Ahora bien, en ese transcurrir secular se tradujo según circunstancias y necesidades, y con distintos resultados. Sabido es que traducir un texto de cierta riqueza implica necesariamente una ardua negociación, en la que siempre se sacrifica algo para conservar lo que se considera esencial. Y no hay traducción definitiva. Baste considerar la cuestión de las traducciones de la Vulgata de San Jerónimo, por ejemplo.
Mirando tan extenso y variopinto paisaje, nos detendremos fugazmente en algunos avatares muy diferentes entre sí de la aventura del traducir, asomándonos apenas a un universo que se nos aparece como fascinante.
(Párrafo extraído del texto a modo de resumen)