A todos nos interesan los colores, forman parte de nuestra cotidianeidad, nos visten, nos marcan las señales de tránsito, refuerzan las publicidades, nos alarman, nos alivian. Estamos inmersos en un mundo de colores, con una simbología fuerte y propia de cada cual en este lado occidental del mismo. Por lo tanto no es raro que la elección del color de una obra implique una serie de complejas decisiones que tienen que ver con la idea rectora en general; el color puede acompañar la forma, contrariar, acentuar, puede afianzar el concepto o puede simplemente estropearlo, rechazarlo, contradecirlo En el caso de las obras cerámicas la elección del color es doblemente compleja.
El color en la cerámica es dado por óxidos, pigmentos y esmaltes que son resultantes luego de su trasformación en el horno a elevadas temperaturas e implican un proceso que atraviesa los ejes de la elección de las materias primas, la formulación y preparación del mismo, así como la suma de los procesos químicos y físicos que suceden durante el tratamiento térmico dependiendo tanto de la temperatura como de la atmósfera del ciclo de cocción.
Cuestiones que poco tienen en común con el color en otras artes visuales; por ejemplo en la pintura mientras pintamos podemos observar instantáneamente el resultado final, podemos generar luces sombras y reemplazar un color por otro al momento. En la cerámica recién observamos el resultado final luego de su trasformación en el horno, ya que previamente sólo son polvos en tonos pasteles, que difieren visualmente con el resultado real-final. Al proyectar una obra, estas características del color en la cerámica, obligan al productor a tomar la decisión de trabajar en la predictibilidad del color o librarse a los resultados inciertos e inmanejables.