La historieta, esa actividad más o menos literaria, gráfica y comunicacional que según el país o el idioma podía ser arte mayor o simple entretenimiento, no tuvo nunca un solo nombre. En los Estados Unidos sería cómics-strips al principio y en los ’80 graphic novel, aunque finalmente la palabra comic –imperial como sus creadores- inundaría el mundo entero. En Italia sería fumetti (por la forma de humo de los globos de diálogo, anteriores a los típicos norteamericanos oblongos e influidos quizá por las primitivas tiras del suizo Rudolf Töppfer); en Francia sería bandes-dessinées (tiras dibujadas); en España, tebeos por la pionera revista T.B.O.; en Japón se llamaría manga (garabato) en alusión a una frase que dejara escrita el decano del grabado y el dibujo japonés, el gran Hokusai. Como vemos, son títulos leves, que determinan el todo por uno de sus aspectos, directamente peyorativos, puestos quizá a las apuradas o, al decir de Juan Sasturain, “simpáticamente desvalorizantes”. Del mismo modo, la historieta en Latinoamérica tendría su marca de nacimiento marginal y fue (o todavía lo es) poco más que el diminutivo de una historia, una narración de calidad sospechosa. Ajustada entonces a ese destino bastardo es que la historieta se asoció enseguida a géneros literarios igual de periféricos por aquel tiempo: la aventura, el terror, el policial.
(Párrafo extraído del texto a modo de resumen)