Dentro de las enseñanzas pioneras que nos aportó S. Freud (1916-1917) contamos con el de las “Series Complementarias”, donde estableció el reconocimiento de una base necesariamente compleja en el estudio y tratamiento de los procesos mentales. A menudo en evaluación diagnóstica, enfrentamos la problemática de diferenciar mediante dispositivos o técnicas cortas, procesos en los que intervienen numerosas dimensiones de igual importancia, sin caer en enfoques reductivos.
Las intervenciones evaluativos aspiran dar acabada cuenta al reconocimiento de los procesos disruptivos de eficacia traumática, entendiendo que los mismos obtienen o mitigan su iatrogenia según las cualidades somatomentales de los sujetos y de sus sistemas vinculares. La situaciones traumáticas, pueden derivar en consecuencias devastadoras en terrenos de personalidad vulnerable o podrán despertar resiliencia, en tanto “la capacidad humana de enfrentar, sobreponerse y ser fortalecido o transformado por experiencias de adversidad” (Grotberg, 2001).
Los constructos Vulnerabilidad y Resiliencia, que han adquirido gran difusión en la última década, requieren su lectura dentro de un modelo biopsicosocial (Lutgendorf y Constanzo, 2003) La vulnerabilidad, particularmente ha de leerse integrativa y holísticamente en la trama íntima que la sostiene. Así podemos hablar de un sistema psicológico, uno neurológico, uno endocrino y uno inmunológico, en constante interacción con su medio y en el cual la mente juega a su vez, recursivamente, un activo rol. (Lunazzi, 2006). En nuestro país se han desarrollado instrumentos de evaluación (Zukerfeld y Zukerfeld, 1999), que apuntan a captar la interacción entre funcionamiento psíquico, capacidad de afrontamiento, red vincular, estrés y vulnerabilidad-resiliencia.