En nuestro días, desde hace aproximadamente una década, hemos sido testigos de la difusión de las figuras de animales antediluvianos -que la jerga periodística sigue alterando en un ti, postulando a las pobres bestias como enemigos declarados del diluvio universal- en todos los planos de la realidad. Los avances se dieron, primero, en el campo de los dibujos animados y en los comics; luego pasaron del cine y la revista, a la TV, medio impresivo como pocos sobre el imaginario popular. Vinieron después los juguetes, las golosinas con formas de animales o los comestibles y portátiles huevos de dinosaurio, de diversos colores. Prosiguieron los tatuajes borrables, sobre envoltorios de los caramelos, y así parecidamente. El proceso invasivo no se ha detenido, el campo de la bibliografía infantil y juvenil también ganó su terreno y hoy día, el caudal bibliográfico referido a la fauna arcaica irrumpe como un dinosaurio en una cristalería, para adecuar el dicho popular que habla de elefantes. Ediciones ilustradas a todo color, con figuras detalladas y comparadas en sus proporciones y características, para los mayorcitos, y libros que al abrirse muestran alzándose de sus dos alas una bestia mayor. Este último aspecto, el bibliográfico, sin lugar a dudas, ha sido el más positivo, por lo que de difusión y motivación de intereses ha provocado en los muchachos. Tal vez, los mismos que acuden en camadas sucesivas y año tras año al exitoso programa Vacaciones con los dinosaurios, con el que ha contribuido inteligentemente el Museo de La Plata.
Se trata de una extraña mutación: lo que antes fuera presentado como lo terrible (eso significa deinós en griego), la Bestia, It, el Monstruo, la Cosa y otras formas innominables, desfilan ahora, sobre ruedas: un diplodoco de plástico en el extremo de un piolín tirado por un niño. Se ha ido generando una dinosauriomoda, que para muchos se ha convertido en dinosauriomanía ya desbordada.