Con este epígrafe queremos adentrarnos en la memoria de Mil grullas de Elsa Bornemann en su edición de Alfaguara de 2011 con ilustraciones de María Jesús Alvarez. Nuestro análisis tendrá la mirada puesta en dos niños que con su inocencia nos introducen en mundos absolutamente opuestos: el de la niñez en el que el ser humano está abierto a descubrir el alma del otro y el de la adultez en el que cobran vigencia palabras como “poder”, “tener”, y donde el número singular adquiere autonomía y pasamos la vida jugando al “yo-yo”.
Este cuento abre sus puertas a un lector que advierte con sorpresa cómo Tohiro y Naomi cobran vida a través de ilustraciones en las que colores a veces pálidos, grises o sepias van conformando en sus interacciones otras posibles lecturas.
En esa convulsión social en la que vive el hombre moderno, esta narración nos ofrece las vivencias del individuo. Seres pequeños que van experimentando el devenir de la historia cotidiana con sus luces y sombras. La escuela aparece como el único lugar en el que pueden establecer una comunicación. El alma de cada uno de estos personajes se va develando y va desvelando al lector quien ya está viviendo esta historia del primer amor: “Sin embargo, creían que el mundo era nuevo y esperaban ansiosos cada día para descubrirlo. ¡Ah…y también se estaban descubriendo el uno al otro! (Bornemann, 2011: 8) y, (…) El afecto entre los dos no buscaba las palabras. (Bornemann, 2011: 9).