A lo largo de las últimas décadas, un conjunto de importantes conquistas socio-políticas han posibilitado una mayor participación de las mujeres en el mundo social y laboral. Con el anhelo de lograr una sociedad más igualitaria y un futuro mejor, las mujeres comenzaron a cumplir funciones tradicionalmente masculinas, enfrentando los prejuicios de la época y desafiando el poder hegemónico de los hombres. Este avance permitió la modificación de los estereotipos y los roles sociales adscriptos a cada género, promoviendo la conquista de espacios hasta entonces vedados para el sexo femenino (Barreto, Ryan & Schmitt, 2009; Organización Internacional del Trabajo [OIT], 2009). A pesar de este progreso hacia condiciones sociales más igualitarias, actualmente las mujeres continúan percibiendo salarios más bajos y ocupando cargos de inferior jerarquía (Cristini & Bermúdez, 2007; Iyer, 2009). Los especialistas (OIT, 2009; Swim & Hyers, 2009) señalan que uno de los factores responsables de esta desigualdad son los prejuicios y los comportamientos discriminatorios originados en la condición de género, fenómeno designado como sexismo. Si bien en los últimos años han disminuido sus manifestaciones más abiertas y explícitas, lejos de desaparecer el sexismo ha mutado hacia formas más encubiertas pero igualmente dañinas (Glick & Fiske, 2001; Swim & Hyers, 2009). Para explicar esta problemática, Glick y Fiske (1996, 2001) plantearon su teoría del sexismo ambivalente, que postula la existencia simultánea de actitudes positivas y negativas dirigidas hacia las personas en función de su género.