A los fines de la elaboración de mi tesis de maestría,1 tomé contacto con un grupo de pedagogos y pedagogas argentinas exiliados en México durante la última dictadura militar en su/mi país natal. Para mi sorpresa, y como una suerte de revés a lo que pensaba hasta entonces, en el transcurso del diálogo generacional que propició la entrevista, el exilio comenzó a ser significado como una experiencia enriquecedora; un conjunto de ganancias inconmensurables, y un viaje abierto que albergó muerte y desesperación, también vida y la posibilidad insoslayable de salvarla, y un más allá que trascendió las fronteras de los aprendizajes y las enseñanzas y se concentró en algo aún más profundo: la propia formación.
Las narrativas de estos sujetos me remontaron a la Argentina sesentista y setentista; me invitaron a transitar por espacios y discursos formativos, y a conocer personas a las que sólo es posible acceder a través de los recuerdos. Me transportaron también a una Ciudad de México; a las preguntas que se hicieron, y a las respuestas que encontraron en las puertas que golpearon en aquella “primavera con una esquina rota” de 1976.